La distopía de la cacerola


Una ciudad europea, cae la noche, todo oscuridad, pleno invierno frio, cinco grados bajo cero. En una esquina, un hombre ya mayor, unos 50 y tantos años, de tez oscura, cabello crespo, típicas facciones medio orientales. Esta parado sosteniendo un ramo de flores en una de sus manos, la otra inmersa en el bolsillo de su campera. Se mueve de lado a lado, persigue con los ojos a los automóviles que pasan muy cerca de él, escudriña el interior de los vehículos, busca llamar la atención a su mercancía. La acera sobre la que posa, esta vacía, nadie se atreve a hacerle frente al frio viento que sopla en la cara. Preferible la calefacción del vehículo, sino de la casa.

Pero el hombre, sin emitir sonido alguno, sus labios no se mueven, sus ojos exclaman… tengo hijos y esposa que alimentar, no me dejen morir en esta soledad.

¡Que profundo contraste! El ambiente de despilfarro y omnisciencia, con prepotencia ficticia acogen al refugiado, para acallar la conciencia, el cargo de culpa ancestral. Las colonias y sus representantes, apoderándose de toda materia prima, acrecentando las arcas europeas en detrito del nativo. Fijando pautas de conducta “progresivas”, trocando antiguas y burdas costumbres indígenas, por edictos modernos.

Otra fría mañana en ese mismo país, la playa de estacionamiento de un enorme supermercado. Un joven hombre negro africano, persigue con la vista a los blancos que arrastran los pesados carritos del súper, repletos hasta sus bordes. Él se ofrece a llevar los carros a su lugar, para quedarse con la moneda del deposito. Muchos le dan la espalda sin más miramientos, suspirando entre labios… “No me hagas reír negro”, “Mejor ve a hacer algún trabajo realmente útil…”, “Vete a tu país, que aquí no necesitamos más esclavos”.

También este, en algún remoto y oscuro lugar de la moderna ciudad, en algún hediondo nicho esperan sus hijos el regreso de su papá, con algún alimento para acallar el hambre.

¿Qué eres África? ¿Qué te debemos Oriente? Mandanos a tus hijos moribundos que aquí tenemos abundancia, pero que no queremos compartir. Es que nos dan mucho miedo, verlos así, arrastrando mujeres cubiertas sus facciones por velos. O la negrura profunda de tu África rotunda. Es el miedo lo que nos lleva a exclamar a gritos… ¡Váyanse de aquí! Que nos causan pavor esas caras y esos ojos auscultando nuestra blanca y tersa belleza europea.

Es la distopía que se destila en nuestro futuro, por las condiciones a las cuales los más agraciados no quieren renunciar, y los míseros solo pueden dejar sus huesos pudrirse al sol.

¡Qué paradójico contraste! El hombre oriental en la oscuridad y el negro azabache a la luz del sol, mendigando la vida de quienes esquilmaron a sus antepasados. Hoy en la cacerola de la vida, la tortilla se ha dado vuelta, pero… ¿hasta cuando? En algún momento se van a revertir los papeles, y entonces solo atinaremos a mirar al cielo… por si existe algo allá arriba.

5 comentarios sobre “La distopía de la cacerola

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