Nuevamente estamos en guerra, atacados por los pendencieros de turno. Los hijos hubieron de salir a combatir por la supervivencia del pueblo y la nación. Muerte y destrucción son las consecuencias para ambas partes, pero esos bardos del Apocalipsis, lo esperan con ansias de perfección divina.
Desde tiempos remotos, el pueblo de Judea e Israel, fuimos víctimas de la codicia y la avidez de poderosos gobernantes. Fuerzas imperiales invadieron destruyendo aldeas y ciudades, sometiendo a sus pobladores a insufribles destinos hasta el destierro, con la perdida de todo asidero de la tierra que les vio nacer y crecer. Hubo que comenzar todo de nuevo, a veces luego de decenas de años, otras, luego de centurias. En el ínterin, una vez se perdió la nación, luego la integridad social; la dispersión de su gente a lo largo y a lo ancho del planeta desmembró el delicado tejido social y físico también. Hasta la fisonomía de nuestra gente hubo de adaptarse al medio donde habitaron las partes del pueblo. El cemento de amalgama hubo de ser virtual, basado en los dogmas de la religión, que hizo las veces de tierra latente.
Cada vez, caravanas interminables de judíos e israelitas cargando las minucias que podían llevar, niños a las espaldas, a veces montados sobre borricos y mulas. La vista puesta en el infinito desconocido.
En el destierro hubieron de adaptar las imágenes de la vida diaria, transmutar a símbolos divinos, suscribir las órdenes y sentencias milenarias, para dar significado a otra realidad. Los extraños enemigos de siempre trocaron sus palabras de “amor”, en látigos de castigo y odio, para que el pueblo pagara por la muerte de aquel supuesto redentor.
Una vez mi pueblo fue declarado deicida y otra, genocida, pero siempre fuimos marcados por el odio ancestral, interminable. La opción posible lindaba siempre con algún modo de desaparición, dejar de ser lo que siempre ese ser judío fue. Pero las tantas tragedias modelaron el carácter de mi gente, que con tenacidad, construyó en su derredor murallas de moralidad. Frente al «Paritz»1 o al Noble Príncipe protector de turno, el judío debía actuar como la extensión de sus manos frente al campesino que era explotado, pero también debía demostrar compasión. De todas maneras, el judío caía en la trampa y siempre era aborrecido por ambos lados, no había manera de armonizar con ninguno de ellos. Luego llegaba la orden de expulsión, y una vez más, la gente armaba sus petates y emprendía el camino hacia otro destino ocasional.
En el camino quedaban no solo sus propiedades, también su pasado y los nombres que el anterior protector les había adjudicado eventualmente. Un apellido ya no tenía relación, no había manera de rememorar antepasados. La misma denominación servía a familias distintas, aunque no se relacionaran entre ellas, sino con el anterior lugar de residencia. Las nuevas autoridades imponían a los recién llegados nombres discriminatorios o irrisorios que rebajaban al judío. La identidad familiar de la persona judía dejo de ser un hito en la corriente de su historia individual. Entonces se creó el mito de la ascendencia divina; la religión hizo las veces de tierra firme, y entre sus palabras cada judío encontraba su origen.
Una vez pregunté a mi padre sobre el origen de su familia. No supo responder, apenas relacionar con algún sitio en Europa Oriental. El propio nombre de familia era despectivo y de difícil pronunciación. Había sido la elección casual de la autoridad de turno. No había más.
Nació el movimiento sionista, con el sueño de devolver al pueblo la nacionalidad perdida. Muchos nos plegamos a la idea con entusiasmo y esperanza de un futuro diferente. No más Diáspora denigrante, ahora veníamos a ubicarnos como una nación entre las demás, como solíamos declarar. Más aún, el anhelo era originar un modelo de nación, con una sociedad equitativa y pujante ante todo. Lo esperado era el retorno al terruño ancestral, a la labor de la tierra, a sentir su palpitar en nuestras manos. Nos preparamos para ese futuro, adquiriendo los conocimientos e instrumentos necesarios. Surgió el ideal en torno a una nobel institución, el Kibutz2, que habría de consumar todos aquellos ideales.
Todo se hizo realidad, el país, la nación de Israel, surgió en el medio de un terremoto, al final de la 2a. guerra mundial. Entonces nuestro pueblo sufrió un revés inigualable, la perdida de millones de seres. Pero la lucha por la nueva patria fue heroica y tenaz, pese a todo. La comunidad internacional habilitó a la nueva nación, pero el rechazo por parte de las naciones árabes fue violento. El conflicto aún persiste, y es parte de mi experiencia personal. A pesar de todo ello, se están dando cambios sustanciales también en ese aspecto. Ya algunos países árabes han firmado acuerdos de paz, otros nos reconocen de facto. Luego de 75 años, Israel es un modelo de país progresista y democrático, en algunos campos estamos en los primeros lugares.
Pero las consecuencias del exilio nos persiguen, lo que dificulta nuestra existencia. El primero es interno del pueblo judío; son las huestes del judaísmo religioso ortodoxo, alienados por la creencia mesiánica, por el cual la redención de la nación estaría solamente en manos divinas. Tal es el rechazo al sionismo como ente redentor en sí. Los moderados entre ellos, rechazan al estado nacional, negándose a, por ejemplo, servir en su ejército de defensa. La mayor insolencia es que explotan al país, exigiendo enormes presupuestos, aun sin aportar a su economía. Los miembros seculares, es decir los no creyentes, cargamos entonces con todas las necesidades financieras de la sociedad. Pagamos impuestos, también por aquellos que no aportan.
Y de pronto, nuevamente estamos en guerra. La “Crisis del Islam», como lo denomina Bernard Lewis en su libro, está en el origen de la presente contienda. La ideología de la Yihad, la guerra santa; obra de los grupos del Islam fundamentalista, que tácitamente dicho, pretenden borrar a Israel del mapa. Para ellos, no puede existir una nación judía en el medio de “su” territorio. Muerte y destrucción son apenas sinónimos de sus delirios operativos. La vida individual no tiene valor frente al ideal de la redención divina. Muy diferente a la concepción judía de la vida, como lo demuestra toda su historia, cuando el apego a ella está en la raíz de la existencia humana.
Luego de la masacre del 7 de octubre, aunque es paradójico, el nivel y el empeño por subsistir ha superado con creces a toda otra concepción. Veo con cierta pesadumbre y desazón una gran división en el pueblo con respecto a la política actual, lo cual rememora graves acontecimientos históricos. Me niego a aceptar la situación y ese supuesto destino, y pretendo encontrar la manera de manifestar esa preocupación. Participé de las grandes manifestaciones contra el gobierno, éramos cientos de miles en todo el país; de pronto me sentí muy unido a esa gente que codo a codo, enarbolamos nuestras banderas y voceábamos a unisono. ¡Qué sensación de ciudadanía y vínculo! ¡Somos uno!.
Ya no tienen importancia los hechos políticos, el pueblo dio su palabra. Y no obstante estamos en guerra, aunque tenemos la esperanza de perseverar. La vida es lo más importante.
Josef Carel
1En Polonia, el terrateniente que ocupaba al judío como supervisor de los campesinos explotados.
2Tipo de comunidad colectiva, agrícola por excelencia

¡¡Bravo!!
100% de acuerdo contigo.
°°°°°JUNTOS TRIUNFAREMOS°°°°°
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El verdadero triunfo sera terminar con la banda criminal que nos dirige.
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