El Barrio


“La tosquera” estaba ubicada en el extremo oeste de la provincia. Una calle de tierra, a 400 metros de la avenida que conducía a la zona urbanizada. Casas aquí y allá, gente del pueblo, laburantes, inocentes y adorables.

Por la avenida circulaba cada hora un autobús asmático, casi una pieza de museo. La mayoría utilizaba bicicletas, si bien los días de lluvia una masa de lodo impedía el traslado en tales vehículos. A veces, embarrados hasta los tobillos, íbamos a la escuela o al trabajo sin quejarnos. Era lo que la vida nos había deparado y nada valía el reclamo ante lo inevitable.

Tampoco había sistema de alcantarillado. Por eso, sobre los zanjones donde pululaban mosquitos y bacterias, cada dueño de casa colocaba tablones que hacían de puentecillos. Los improvisados puentecillos no evitaban la caída de niñitos en sus correrías con el consiguiente baño entre berridos y justas protestas de madres asustadas por las posibles secuelas del suceso. Más eso nos curtió y crecimos sin más inconvenientes que los propios de la infancia.

Las tres calles del barrio “la Tosquera” por cinco más, formaban un rectángulo; una mancha marrón encerrada entre grises ramalazos del asfalto, un suburbio que en principio intentó ser distrito de casas para planes de viviendas ofrecidas por el gobierno a la clase trabajadora. Vaya uno a saber la vera causa de la interrupción de dicha obra. Hubo una marcha de protesta y tras negociaciones entre sombras, el que aceptó la finca a medio hacer tuvo un plan accesible para pagarla y terminar como pudiese lo restante.

Los moradores primigenios no dudaron en construir por sí mismos un distrito sencillo, acogedor y habitable. Hoy es una zona de privilegio, con un gran hospital en lugar del montecito que incitaba la imaginación y las leyendas. Las casas bien alineadas, con jardines y árboles ofrecen buena sombra, de los viejos vecinos queda una envejecida Meli aguardando en vano el anhelado reencuentro. Y restos de la casa que asiló mi niñez, la morera  frente a la vivienda de Susy, la bizca, el recolector de residuos de hierro realizado por Oscar en la Escuela Industrial, el eco de las risas de las niños Grajales, un viejo descendiente de Sultana al costado de lo que fuera morada de los mellizos Capri y nada más.

Ni siquiera Felipe me esperó para escuchar el “perdón” que me perfora el alma y trémulo se agita en mi garganta.

El viejo barrio había desaparecido tragado por el progreso. Y con él, la despareja sensación de lo “que pudo haber sido y no fue”.

Ya lo ven los lectores, estas semblanzas están teñidas de nostalgia y la insistente melancolía de ciertas evocaciones de resolución inapelable.

El portón del ayer no se cierra del todo. Siempre hay huecos por donde se filtran objetos de devoción agigantados por el correr del tiempo.

Si ayer nomás íbamos en recorrida hacia el pontón, para pescar mojarritas, jugar a las escondidas, al balero o al yo-yo. Juntando moneditas para un ticket de entrada al parque de diversiones o colocándonos (los más flaquitos) al costado de una señora gorda para no ser vistos por el boletero y entrar gratis al cine.

Hoy, el viento de la vida nos dispersó, blanqueando la cabeza y borrando claveles del aire,  glicinas, fotos de color sepia, sábanas blanqueándose al sol sobre chapas de zinc, señoras de senos abultados protegiéndose de la lluvia con paraguas vencidos, tras las compras en la verdulería.

Ramilletes de ayer, flores resecas en páginas de un libro,  álbumes de quince años, valses antiguos, el mate compartido, novelas de la tarde por la radio. Y Gardelito que vuelve del olvido para cantar una y otra vez el mismo tango.

Catalina Zentner de Levin

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