Mientras esperaba a que Laura se preparase para ir al baile, su madre me
hizo pasar a una estancia que lindaba con la cocina y que resultaba muy
acogedora. Me puse a mirar los cuadros, los estantes con libros cuando
al levantar la vista, vi en una parte de la estantería un conjunto de
pequeñas figuras en cerámica que representaban diversas imágenes a una
gitana, una bailadora de flamenco con pose artística y varias otras más.
- ¿Qué son vinajeras? -pregunté a la madre de mi amiga.
- Yo diría, más bien, aceiteras.
- ¡Son preciosas!
Voluntariosa me las bajó todas del estante y así las pude ver de más cerca.
-¡Figúrate! ¡Algunas todavía contienen aceite!
La figura era preciosa. La parte baja era la falda de la bailadora y su
cabeza el tapón, sus brazos, por donde se podía servir el mágico
elemento: el aceite. La cara quedaba un poco confusa; lo demás, con
bellos trazos de colores rebordeados de negro.
Sin querer y de forma torpe, tumbé la aceitera y se derramó el líquido,
un poco, pues no quedaba mucho. No pude evitar tocarlo con los dedos,
acariciarlo. ¡Qué suave! Aproximé el dedo a mi nariz. ¡Cómo huele
después de tanto tiempo! me dije.
Enjuagué el trozo de mesa manchada, antes de que llegara la madre de mi amiga.
No pude dejar de pensar en cuantos servicios le debemos a este rico
elemento. ¿Cuál es su historia? ¿Desde cuándo, los humanos se han
servido de este alimento con que nos ha dotado la naturaleza? ¿Cuáles
han sido sus aplicaciones? Y casi sin querer, me vi transportada a los
antiguos puertos mediterráneos en donde los fenicios ya negociaban con
nuestros autóctonos, tanto con el aceite como con el vino, los dos
sustentos primigenios de nuestra cultura, la que ha anidado la cuenca del
Mare Nostrum desde tiempo inmemorial, desde Cádiz a Estambul
pasando por Barcelona y Marsella.
Aquellas primeras luces, con lo que llamamos en estas tierras el cresol,
donde en una base de aceite una mecha iluminaba las estancias, aquellas
calles empedradas en donde las doncellas, en una Akraton griega,
llevaban ofrendas a los dioses.
El aceite ha sido la sustancia básica de nuestra cultura, pues no solo ha
iluminado templos, y ha sido la vigía de dioses, ha sido también nuestra
alimentación junto con el trigo y el vino. En medicina el aceite nos ha
curado infinidad de dolencias, desde heridas de guerra o accidentes hasta
los estreñimientos.
Pócimas de miles de hierbas compuestas, amasadas, aliñadas con aceite.
Aquellas cataplasmas con que la “curandera” aliviaba nuestros males.
Sería enorme el trabajo de búsqueda de esta mágica sustancia de nuestra
cultura actual y pasada.
Exhaustivo sería, también, encontrar referencias históricas y culturales
del aceite. Cuando decimos “esto se expandió como una mancha de
aceite”, ponemos de manifiesto nuestro vínculo ancestral con este rico
elemento.
Y cuando en una mesa de hermosos manteles, cristalería exuberante,
donde el caviar, el “foie gras” y el vinagre perfumado aportan su bouquet
de perfección, una radiante aceitera con el dorado líquido de nuestros
lares, elevará al punto más óptimo de gourmets, para degustación de
dioses.
Salomé Moltó
