¡Abran las puertas!


No hace tanto tiempo la gente vivía en los pueblos y en las masías. La incipiente industria era más artesanal que técnica absorbiendo poca mano de obra. La proliferación de fábricas fue cada día demandando más personal que abandonaba el medio ambiente para cerrarse en talleres infectos con la ilusionada promesa de cobrar cada semana.

Que duda cabe que la industria apoyada en la ciencia ha mejorado muestro nivel de vida, pero el precio que estamos pagando se me asevera muy elevado.

Si se ha incrementado nuestro bienestar ha sido en detrimento de la naturaleza, cada día más castigada, más olvidada y menos considerada.

Así el hombre crée alcanzar una calidad de vida y piensa erróneamente que la ciudad se la ofrece. Los pueblos se han vaciado y las ciudades se han llenado de multitud de gentes a la búsqueda de un trabajo mejor remunerado, una vivienda digna, algo más de diversiones, las vacaciones, el coche y luego los estudios de los hijos. Estas fueron las metas de todo emigrante tanto si cruzaban la frontera nacional como la regional. Más del setenta por ciento de barceloneses y madrileños nacieron en el sur o son hijos de los que venían de diversas regiones de España.

Pero estas ciudades que tanta atracción tuvieron en los últimos setenta u ochenta años, han perdido su encanto.

Hoy cualquier pueblo ofrece las comodidades y los adelantos que las ciudades prometían en los años cincuenta. Pero los pueblos no ofrecen los estupendos salarios y las oportunidades laborales de una gran ciudad, se me dice. Habría que considerar que se entiende por oportunidad laboral y calidad de vida.

Durante muchos años la ciudad floreció ofreciendo servicios, comodidades y cultura, pero al crecer de forma desorbitada la ciudad se ha deformado así misma.

La contaminación de su ambiente, las enormes distancias a recorrer, con los continuos atascos. Las viviendas caras, pequeñas y agobiantes no te ofrecen ese espacio de remanso y de cobijo que debe ser un hogar. Si el hábitat se desplaza a la periferia buscando los espacios verdes y la tranquilidad se aumenta el tiempo de desplazamiento, para ir al trabajo o a la compra. Hay que añadir un par de horas de trabajo, como minino para desplazarse lo que convierte la jornada laboral en vez de ocho en diez o doce.

Este es el precio que tiene que pagar una persona por tener un pequeño jardín, oír el canto de un pájaro o vislumbrar un pequeño bosque. Los fines de semana se está demasiado cansado como para meterse en un vehículo e ir a la ciudad a ver cualquier espectáculo. Se queda uno en casa, esa casa que hemos intentado imitar a la del pueblo que dejamos tantos años atrás,al calor del hogar o de la tele, a mirar los pajaritos,los gerarnios y el viento soplando sobre los árboles.

El carácter se agria, ya no tenemos tiempo para la plácida charla, sin prisa, con los amigos, con los “colegas del curro”, tenemos que volver a toda prisa. El estrés está haciendo mella. Por eso pido con todas mis fuerzas: “¡Abran las puertas de la ciudad quiero volver al campo!”

Salomé Moltó

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