Revindicar el pueblo


Sí, reivindico tantas cosas que, de verdad, no sé por donde empezar. 

Vivo en una pequeña ciudad, o en un pueblo grande. Recostado a los pies de una hermosa montaña, este pueblo lucha por modernizarse y por aumentar la calidad de vida de todos. Celosamente intenta, al mismo nivel, preservar  ciertos valores medio ambientales que nos han dado satisfacción durante mucho tiempo. Crecer sí, pero pausadamente, modernizarse también, pero sin sofisticación.

            Que  podamos   subir a la montaña a ver salir el sol, que tengamos tiempo de ir a bañarse al mar y volver a casa a comer, son utopías para mucha gente que vive en las  grandes ciudades. Los paseos, las charlas en los cafés sin prisas, las visitas nocturnas a los pueblos colindantes, sin padecer demasiado sueño o fatiga. Ir al trabajo o a la compra a pie o hacerlo en cinco minutos en coche, es una calidad de vida indiscutible.

            Sólo hay que vivir cierto tiempo en una gran urbe para darnos cuenta de la diferencia de forma de vida de las ciudades a la de los pueblos.

            No hace demasiado tiempo cuando ibas a Madrid, la gente te solía mirar con cierto menosprecio. “Vaya, ahí va el paleto”. Oías con demasiada frecuencia, cuando detectaban a alguien que no era autóctono. Vivir en la ciudad era signo de modernidad, de superioridad. Actitudes displicentes y horteras adoptadas por gentes que, la mayor de las veces, no hacía tanto que habían soltado el arado, y que al ir a la ciudad, habían adoptado una serie de costumbres, la más de las veces, ni comprendidas ni analizadas.

            Incluso hubo infinidad de películas que se dedicaron a ridiculizara la gente de pueblo. Películas insulsas proyectadas para hinchar el ego de esos “modernos” y recientes “capitalinos”

            Con un: “!Ah¡ , ¿es usted de provincias?”, el  taxista que te llevaba al hotel , intentaba marcarte la diferencia entre los nacidos en uno u otro sitio. Lo bueno, lo próspero, lo moderno  quedaba en la ciudad , lo antiguo, lo decadente, lo arcaico en los pueblos.

            Aunque nunca he creído en la polarización a la que se me quería someter, hoy estoy segura de todo lo contrario. Las viviendas son caras y malas, los trayectos para ir al trabajo interminables, los atascos que se forman colosales, la contaminación galopante, la delincuencia preocupante y un largo etc… que seria interminable enumerar.

            No oyen cantar a los pájaros, no saben lo que es ver salir el sol por el horizonte, ni dar paseos sin prisas, ni hacer las cosas saboreando el momento, recreándote en la acción, no, no lo saben.

            La competitividad ha minado el placer de la conversación y el interés por saber qué es, qué siente y qué piensa nuestro interlocutor. El estrés empieza a dominarlo todo. La histeria amenaza con minar los más delicados valores de las relaciones humanas.

            La ciudad está enferma y se va agravando cada día. Un colectivo, el de los pensionistas, ha tomado conciencia y va desplazándose a lugares más tranquilos y acogedores, como  por ejemplo, un pueblo o una pequeña ciudad. Otros colectivos los van siguiendo, ya no por los valores de la vida en el campo, sino, como posible remedio a la crisis galopante que nos devora. El trabajo colectivo en el campo puedo ofrecer nuevas alternativas.

Y hoy, a más de 2.500 años, de nuestra era, sigue siendo cierta la aseveración del sabio griego cuando  dijo que una población no debería sobrepasar el tamaño que, desde un montículo, la voz del orador no se oyese, para que a la postre, la democracia fuera la más   óptima posible.           

 Salomé Moltó

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