El castillo de Concentaina


El castillo de Cocentaina

Mi madre me contaba:

La situación no era nada buena, yo de pequeña tenía que dormir sobre las sillas del comedor que se juntaban para, con los asientos frente a la pared, formar una especie de cama, el dorso de las sillas evitaban que me cayera. Así dormí hasta que mi hermana María se fue a Barcelona y yo pude coger el lado de la cama que compartía con nuestra hermana mayor Paquita.

Mi madre intentó encontrar un trabajo. En aquel tiempo se ponía en el balcón de las casas una rama de olivo para indicar que se vendía vino, y los arrieros, al pasar por el pueblo con sus arreos, sabían dónde poder beber un vaso de vino o bien adquirir alguna botella para el viaje. Mi madre iba a la estación del tren a recoger las tinajas de vino pedidas anteriormente, sola, con la burra cargada, porque mi padre tenía que madrugar para ir al trabajo, al molino de papel que distaba varios kilómetros. Sucedió que alguien la acechaba, e intentó darle un susto. Una mujer joven y sola siempre era algo tentador para cualquier desalmado. Mi madre dejó el negocio.

Para esa fecha mi padre entró a trabajar en el molino de “Papeleras Reunidas”, por recomendación de su hermana monja que había ayudado al hijo del dueño cuando tuvo que cumplir el servicio militar en África. Un sueldo fijo a la semana ya supuso un alivio para toda la familia. Pero mi padre nunca llegaba a casa después del trabajo, se iba a las masías a limpiar de malas hierbas los márgenes de los bancales. Por este trabajo le daban las sobras de frutas, judías blancas o restos de la cosecha. Y en el fondo de su pequeño capazo donde dormía su azada, siempre había algunas manzanas un poco “tocadas” de gusanos. Nosotros quitábamos la parte podrida, que echábamos a las gallinas, y nos comíamos el resto.

A decir verdad, manteníamos nosotros y los gusanos una guerra, para ver cuál de nosotros llegaba primero. Algunas frutas, cuando las abríamos, estaban tan podridas que ya nada era aprovechable. De otras, observada la entrada del gusano, con el cuchillo rebanábamos justo lo dañado y nos comíamos la parte sana. Te aseguro que estas frutas eran las más dulces. No son tontos los gusanos. Claro que de un kilo de frutas a duras penas correspondía una por persona, el resto alimentaba a las gallinas que correteaban por el corral.

Yo estaba muy unida a mi padre. Recuerdo que un día, en plena guerra, lo acompañé, tirando los dos de la burra, a Alcoy, en calle San Nicolás, lo que no recuerdo muy bien, es el número de la casa. Allí vivía el dueño de la masía a la que mi padre acudía todos los días a limpiar los márgenes y demás trabajos suplementarios.

En la calle San Nicolás recogimos una mesa de madera muy hermosa. Es la que tienes en el comedor de tu casa. La que tiene un cristal encima. La subimos encima del burro, mi padre la ató bien con cuerdas y emprendimos la vuelta a Cocentaina. Bajando la calle y casi al final, cerca de la plaza de España, la sirena empezó a sonar anunciando un bombardeo. Mi padre ni se inmutó. Yo me puse a temblar.

  • Van a tirar bombas, ¡corramos! – le dije asustada.
  • Tranquila, sigue andando – me repuso.
  • ¡Pero, podemos morir!
  • Pero solo una vez y esta no es la nuestra – me repuso
  • Salomé Moltó

Un comentario sobre “El castillo de Concentaina

Replica a Beto Cancelar la respuesta

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.