La carta que no llegó


El apartamento de Angela era alargado, como el vagón de un tren; al

entrar, la puerta del baño se perfilaba enfrente, al fondo; a la derecha se

desplegaba una galería con un hermoso ventanal y a la izquierda, se

alineaban las diferentes puertas de las demás dependencias, la cocina, el

comedor y las habitaciones, cuyas puertas daban a la galería. Mi amiga

siempre decía: “me voy al tren”, ya que al entrar a su vivienda se tenía

la sensación de estar subida en un vagón de tren. Ella y su marido se

pasaban la vida sentados en la galería donde el cálido sol aminoraba el

frío. A tal punto, que les era apenas imprescindible una pequeña estufa,

salvo los días nublados. Era un pasillo largo con puertas frente al ventanal.

Pedro, el marido de Angela, consumía las horas sentado, mirando los

edificios emplazados enfrente.

– Sale poco, desde aquí puede ver todas las casas.

– ¿Y no baja al parque?

– En absoluto. Al principio, cuando se jubiló, salía a jugar la partida con

los amigos; ahora se pasa el tiempo atisbando por la ventana – me

contestó Angela mientras miraba a su marido.

– Lo noto un tanto obsesionado, ya que apenas me ha saludado. Miraba

al frente y ha vuelto a la misma posición.

-Sí, y estoy seriamente preocupada.

– ¿Por qué…? -quise saber, mientras observaba que Pedro se mantenía

como ausente contemplando siempre la ventana del edificio que quedaba

enfrente de la galería.

– Pues verás, tú sabes que Pedro era cartero. Ahí enfrente vivía Rosa, una

mujer de mal carácter, pero muy honesta. Su marido la dejó y ella tuvo

que criar a su hija, Jazmina, sola. No sé por qué extraña razón le tenía

inquina a mi marido. Pedro decía “por ahí anda la mala uva” y nos reíamos un rato.

Claro, y es que las dos ventanas del piso de Rosa dan directamente aquí.

Y así, casi sin querer, observábamos todo lo que hacían madre e hija.

Lo mismo les sucedía a ellas. A tal punto, que no teníamos secretos los unos para con los otros.

Un buen día Jazmina se fugó de casa con aquel muchacho del Instituto y

su madre se hundió en una gran tristeza; sobre todo porque la hija no le

escribía y no le decía dónde estaba. Luego se enteró de que la muchacha

había muerto en el parto y poco después Rosa se suicidó.

– ¡Qué horror! ¿Y qué tiene que ver todo esto con Pedro?

– Pues no lo sé, pero desde que se enteró de la muerte de Rosa, no ha

querido salir más de casa y ahí lo tienes pegado a la ventana como si

mirando y mirando pudiera aún verla. Y eso que Rosa le tenía tirria. La

pobre mujer pensaba que todos los hombres llevan el pito colgando en la

frente. ¡Ya ves qué absurdo!

Angela cogió la bandeja y se fue hacía la cocina, y yo me levanté para

ponerme el abrigo e irme también, cuando observé que Pedro se daba la

vuelta y me observaba. Alargó la mano y me dio un sobre.

– Guárdalo, ahí comprenderás todo mi drama. Yo era cartero, pero no de

este barrio. Un compañero, el que hacía este servicio, me dio este sobre

de la hija de Rosa para su madre y me dijo: “Haz el favor de dejarlo en

el buzón, acaba de llegar y yo no iré a hacer el recorrido hasta mañana,

así la pobre mujer lo tendrá antes”. Y yo, deliberadamente, me lo guardé.

No se lo di, porque la buena señora me caía mal, porque había piropeado

a su hija un par de veces y me tenía rabia y yo me quise vengar. Así, sin más.

Cogí el sobre y me lo guarde en el bolsillo del abrigo y salí de la casa

después de despedirme y darle un beso a Angela.

Subí al coche y conduje hasta casa, seriamente preocupada, porque

estaba segura de que Angela no conocía la existencia de aquella carta.

Pero lo que más me intrigaba era que Pedro me la hubiera dado a mí, sin

más explicación que un breve preámbulo. Al llegar a casa subí a pie por

no esperar al ascensor, que en ese momento estaba ocupado y sin

quitarme el abrigo me acerqué a la ventana para leer la carta. El sobre

estaba rasgado, deduje que Pedro había leído la carta que contenía el sobre y llena de inquietud, empecé a leerla.

“Mama, quiero que me perdones el no haberte escrito antes. Lo intenté

muchas veces pero en el último momento desistía. Sé que he hecho una

locura, pero ya sabes que el amor es ciego. He sido muy feliz con Andrés,

por lo menos en los primeros tiempos. Ahora estoy embarazada y voy a

tener el niño dentro de un mes. Las exploraciones clínicas han

demostrado que corro un gran peligro. Tengo… bueno ahora no sé cómo

lo llaman… pero necesito tu ayuda. Si no me guardas rencor, quisiera

que vinieras y si algo me ocurre que te hagas cargo de mi hijo. Andrés

es muy joven y sus padres no se harán cargo de nada. Si no me contestas,

deduciré que no me has perdonado y tendré que dar el niño en adopción.

Esperando me comprendas, tuya, Jazmina”.

Me dejé caer sobre el diván, un pensamiento martilleaba mi mente: Pedro

no le había entregado la carta a Rosa, para fastidiarla, sin saber del

mensaje que llevaba dentro y abrió la carta cuanto Rosa desesperada por

la muerte de la hija y la pérdida en adopción del nieto, se quitó la vida”

me quedé asombrada con terror de hasta dónde puede llegar la estupidez

humana.

Salomé Moltó

2 comentarios sobre “La carta que no llegó

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