El silencio


EL SILENCIO

¿QUÉ QUIEREN QUE LES DIGA?.

OCTUBRE 2009.

El silencio fue habitando todos los territorios. Al principio creí que era porque a esa hora los rumores de la ciudad se apaciguaban, menos tránsito, poca gente en las calles, la lluvia sobre el asfalto que aplacaba los ecos.

Pero un silencio intenso provocaba cierta aprehensión hasta en los pensamientos más simples, ¿es hora de comer? ¿cuánto tiempo pasó desde que tomé algo por última vez?. Puedo oír hasta el roce de mis mandíbulas y la deglución. Por más que me esfuerce, no sé cuándo empezó a crecer este silencio. Al principio hubo una sucesión de imágenes de cada uno de nuestros encuentros, se presentaron con detalles tan precisos y nítidos que me impedían discernir los límites entre lo evocado y la realidad, entre la memoria y el presente.

El silencio venció.

Y sí, fue una cortina de plomo que al desplegarse construyó una burbuja y me envolvió. Como cuando estaba sobre la camilla, boca arriba, con las manos y los pies atados, primero en la sala, después en el quirófano. Después las voces, los roces de metales, mi propia respiración a pesar de la asistencia mecánica…después… de pronto… todo fue un vacío prolongado.

Era el último día de marzo, por la tarde hubo sol, estuve sentada frente a la ventana. Y a media noche, ahí, los escalofríos vibraban en todo mi cuerpo. Desnuda, pensaba en los jirones en que se había convertido mi vestido violeta por el improvisado y nervioso desplazamiento de las tijeras. Desnuda, sólo me cubría una sábana con olor a rancio por los usos reiterados. Boca arriba y desnuda, no sabía nada de nada: ni de las sondas, ni de las intervenciones, ni de los que estaban afuera y sabían todo. Ese tiempo de espera en el pasillo fue un silencio helado. Alguien que no llegaba, debía llevarme a la sala de terapia intensiva. Los reflectores me daban a pleno en los ojos, raro, oía correr agua y el roce de instrumentos metálicos alimentaban aún más los escalofríos. Si alguien me cubriera los pies…pensaba. Si alguien me cubriera los pies. Nadie. El sueño profundo los mantuvo en alerta hasta las convulsiones, hasta los murmullos que qué había hecho, que no hubo nada que hacer que cuidado que se puede caer, que ahí está, está despierta…

Por la mañana fue la tercera en entrar a verme, creo, no estoy segura, sí estoy segura de que le pedí que me cubriera los pies. Los otros dijeron que no hubo nada que hacer, que no hubo reacción desde el principio, que sucedió lo mejor. Y ese silencio que empezó a preguntar dónde está, dónde está.

Desde entonces se extendió como lagarto al sol en las vigilias, en el sabor de los alimentos, entre las sábanas, frente a la ventana.

Durante varios meses no pude reconciliarme con los cambios de mi cuerpo. Antes solía dormir boca abajo, y cada noche lo intentaba, casi quebrándome, lo intentaba con gran expectativa, necesitaba descansar y cada noche intentaba aceptar el vacío en el vientre. Inevitable el llanto silencioso, inevitable la punción en los senos tibios de hinchazón, inevitable ausencia de cadáver.

Nunca llegué a tiempo para enterrar mis muertos.

Los cadáveres no me causan impresión, más bien piedad. Cuando tuve frente a mí la escultura de Miguel Ángel en el Vaticano noté que la postura de los brazos, los párpados caídos de la Virgen, sus dimensiones pequeñas y a la vez desproporcionadas, me insinuaban una inmensa entrega y resignación. Eso es lo que me genera la presencia de cadáveres. Necesito reencontrarme con mis seres queridos muertos en objetos, en espacios concretos. Si visito una tumba, suelo quedarme largo rato, de pie, con la cabeza y la mirada gacha. Asisto sola, después siento un gran alivio, como si el peso del extrañamiento se volviera por un instante ingrávido. Siento un enorme peso cuando extraño a alguien. Perdí tantos amigos queridos. Cuando Bea salió por primera vez del país, tuve la certeza de que no volvería a vivir aquí. Con Adri me sucedió algo similar. Las tres teníamos raíces de inmigrantes, crecimos entre baúles y valijas, conocimos las agonías de las encomiendas. Las cartas, los puertos y las estaciones fueron los sitios que poblaron nuestras infancias, las charlas que intercambiaban novedades o anécdotas habitaron las trasnoches de reuniones familiares. Vivimos en ellas las vidas que habitaban tan lejos de aquí. Las aventuras más maravillosas, lo más digno, siempre estuvieron lejos. Los que se fueron, los que vamos y venimos, somos en alguna medida abandonados, perdidos.

Las ausencias a mí me invaden el cuerpo. A veces siento que me oprimen el esternón, dificultan mi respiración hasta el sudor frío. Con Irma hablábamos mucho de esto, hasta que ella también se sumó a las ausencias. Ella y yo fuimos cómplices exiliadas de tantos y tantos silencios. Bajar la cabeza y callar, callar para soportar.

El no sabía nada de mí, su voz, su mirada, sus extensas y detalladas crónicas de viajes por el mar, me devolvieron la sensualidad. Volví a sentirme mujer. No puedo decir que nos deseábamos, sin embargo fue como un despertar a los sentidos, a las percepciones. Como si nos hubiésemos conocido desde siempre.-en otro lado-.

Cuando me daba cuenta de que el tiempo pasaba, no sabía nada de él y no nos encontrábamos, me crecía el extrañamiento por dentro. Padecía dolores intensos en el bajo vientre. Pero ya está, todo pasó. Ahora no siento nada. Estoy poblada de silencio. Cayó sobre mí, no sé cuándo. Ahora duermo bien, me alimento, todo igual. Sí, sueño. Siempre tuve sueños premonitorios, dicen que es hereditario. Puede ser, un bisabuelo vidente, una abuela sanadora, una tía con delirio místico; en casa cada mañana contábamos lo que habíamos soñado. Así es cómo aprendí a entender los míos. El se sorprendía de que diera señales a tiempo, justo cuando lo necesitaba.A veces sueño sólo con imágenes, fui sonámbula de chica y hasta hace poco hablaba en sueños.

El silencio consumió todo.

No sé qué decirme, señores, no sé.

¿Qué? ¿Me pregunta por qué fui? Insistía, mucho. Le dije muchas veces que no valía la pena, que no íbamos a empezar de nuevo. En todo caso recordar viejas épocas respondía. Justo a mí que odio la melancolía, me incomodan las reuniones en las que se evocan anécdotas del pasado. Ese pasado en presente fue otra cosa, seguramente. Desde chica percibí que los viejos son fabulosos y mentirosos, qué gran oportunidad tienen los que llegan a viejos para distorsionar a su antojo la memoria. ¿Cómo íbamos a evocar viejos tiempos si nos deseábamos tanto… como la primera vez… pero más hondo? Por eso no quería provocar un reencuentro. Sin embargo volvimos a vernos. Permanecimos sin mirarnos, cerca, muy cerca, sin hablar. Preparó café sólo para mí, en su taza y trajo una barrita de chocolate blanco, y me miraba tan profundo, señores, tan amorosamente que me da pena no poder conmoverme en este instante. Me corre por la sangre el tono de su voz y no puedo recordarlo. Estábamos tan solos.

Merecíamos otra cosa. ¿No creen? ¿Merecíamos esto? ¿Quién no se cuestiona en algún momento de su vida la existencia de lo innato, lo que viene a pesar de uno, lo que se determina desde antes de nacer? Des-ti-nos. Echarle la culpa al destino, a lo fortuito, es una alternativa que no admitiría ningún otro argumento.

¿Que cómo nos enamoramos? Quién sabe. ¿Casualidad? ¿Causalidad? Sí, puedo afirmar, estoy segura de que estábamos enamorados. Era muy fuerte. Nos buscábamos y nos atraíamos como si nos impulsara una fuerza ajena a nuestra propia decisión. En más de una oportunidad, nos encontramos en la calle sin previo acuerdo, en una ciudad cómo ésta parece increíble, no pasa ni con amigos ni con gente a la que uno desearía encontrar. Y con él, con quien no compartía ningún ámbito, de pronto en una esquina, en un café, en la boca del subte. Iniciábamos los diálogos como si nada. Bastaba un cruce de miradas y yo le creía, creía que todo era posible.

A la distancia tramábamos el fin, la despedida, sé que le pasaba lo mismo. Dábamos todo por perdido. Hasta aquí, decíamos, ya no más. Y otra vez, de alguna u otra manera, la fatalidad nos hacía tropezar con la misma piedra, otra vez y otra vez y una vez más.

Me atravesaba el cuerpo. Su presencia y su ausencia me habitaban.. En presencia, cierta presión sobre el esternón me dejaba sin aire por unos segundos y luego la placidez como quien encuentra el reparo en medio de la tempestad. En cambio en ausencia, me invadían puntadas, me corrían alfileres por la sangre, un dolor intenso se trasladaba al vientre. Me dolía la piel. Sin descanso. Sin piedad en las alturas de la noche. Como nadie reconocía cada uno de los detalles. Como a nadie, quise responder a cada uno de sus reclamos. Por las mañanas llegaba el consuelo: él era cauce, alimento y móvil de mi andar por los días. Lo llevaba conmigo íntimamente, lo arrastraba por las calles en cada paso sobre mis hombros. De nuevo en casa un prolongado soliloquio reorganizaba lo que hubiera querido contarle. Casi siempre hacíamos el amor sin hablar, sólo susurros, monosílabos, frases entrecortadas, respiros acordes.

No, nunca estuvo en casa. No teníamos lugar. Nunca respiró en mi ambiente. No supe lo que significaba esperarlo entre mis cosas. Nunca su mirada recorrió mis papeles, mis plantas, mis libros. No tuvimos, no construimos un lugar en común.

Qué pena, qué lástima. -lo de la gente en la calle? No?

Trabajar me gustó siempre, desde muy joven -quise manejarme en forma independiente-. Vivo de mi trabajo, de mi profesión, bien, muy bien, con un buen pasar. Criar hijos me daba miedo, tal vez por esa obsesión que no sé de dónde viene. Mucho tiempo sola, como una mendiga, como un alma errante, será eso. Sin embargo con los chicos me manifiesto espontánea.

Sí, claro que me hubiera gustado tener un hijo con él….No, no lo supo….no lo hablamos.

¿Qué cuánto tiempo pasó entre el último encuentro y ese día? No lo sé. De verdad, no lo sé. Encontraba siempre una manera de contactarme, saber de mí, provocarme. Sí, sí, yo también lo buscaba, lo necesitaba. Mucho más que un capricho u obsesión. Si vuelvo atrás, en ese tiempo en que estuvimos distanciados, me veo perdida, incompleta. Como una niebla espesa.

No, nadie sabe nada excepto nosotros. Para qué decir, existe en esto cierta belleza doliente.

Crecí con la sensación de que fui una hija no deseada, inoportuna. A lo mejor no fue una presunción, los comentarios de mi madre, sus propios desencantos y fatalidades ante la vida construyeron esa idea en mí, y créanme, no lo digo con resentimiento. Como ustedes trato de reconocer respuestas, argumentos verosímiles. ¿Absolución? No señores, com-pren-sión. Tal vez si comprendiera podría recuperar las voces, los sonidos, la calma.

Ese día sentí que ya no valía la pena. Y era muy extraño… soy entusiasta en cualquier cosa que hago, pongo mis energías en las cosas más sencillas, una apasionada. Anduve siempre así, pensando que vale la pena arriesgarse, y si en alguna actividad o sitio sentí desgaste y aburrimiento, no dudé en decidir pronto, dar vuelta y empezar de nuevo. Nunca especulé con nada y nadie y menos con las sensaciones. Pero ese día sentí que ya no valía la pena. Su perfil estaba casi pegado a mi mejilla, lo había besado tanto, tanto… solía besarme los párpados. Sin embargo en ese momento me pregunté para qué vine. Nada peor que el sinsentido. Le pregunté si se daba cuenta. Quería que habláramos y le iba a preguntar si se daba cuenta de que lo único que me importaba era que estuviéramos juntos para nada… para reconocernos unidos, amados, satisfechos, plenos. Nos reíamos mucho. Sólo eso contaba, pero no se daba cuenta y lo sabía. Murmuró un absurdo, una vanidad de esas que me hizo sentir que no valía la pena. Y ahí, una vez más, un silencio de plomo.

Así, igual que el plomo en el aire aquella noche en que no pude conciliar el sueño por el tiroteo y los gritos que no cesaban. Desde la cama oía las voces de los que resistían en los monoblocks. Gritos y más gritos, que salgan, salgan hijos de puta. Ellos estaban rodeados, acorralados y nosotros, todos, con mucho miedo olíamos pólvora desde nuestras camas, sin poder dormir.

Creo que este final fue lo mejor. Al menos hubo un final.

Será porque siempre tuve miedo de que un día, cualquier día, quisiéramos distanciarnos. Y llegó, sí señor, llegó pero no como lo imaginaba, llegó con un silencio de plomo que se instaló aquella mañana en medio de nuestra desnudez. Anuló la música, los murmullos allí abajo, en la ciudad, creo que hablaba pero por más que me esfuerce no puedo recordar qué dijo. Es raro, ¿no? porque podría reconstruir todas las dimensiones de su cuerpo, cada cicatriz, cada arruga… ya mismo me sobrevienen los vahos íntimos, los aromas de la piel sobre la piel. Pero no sé lo que dijo.

Tenía que desprenderme de su presencia. Tenía que quedarme definitivamente a solas de él. Ahora mismo me vuelve aquella sensación de alivio. Todavía siento en mis pulgares la presión que ofrecía su nuez por resistir. Mis manos en su cuello conformaban un círculo perfecto mientras nos besábamos. No hubo, señores, ni un gesto de violencia, más bien cierta ternura piadosa y un silencio de plomo.

¿Qué más puedo decir? ¿Que qué nos pasó?

Lo más profundo, lo más íntimo, lo más sugestivo, lo más espontáneo y simple.

Nada natural.

¿Qué quieren que les diga?

MARÍA PUGLIESE

María Pugliese. Nació en Vicente López- Pcia. Buenos Aires- el 29 de mayo de 1957. Poeta y ensayista. Miembro Correspondiente de la Academia de Letras de Bahía.-Brasil- Autora de: De uno y otro lado. 1988. Viento y cenizas y otros poemas. 1990. Sobre un puente de cañas. 1990. Esquirlas. 1990. Voces como furias. 1996. Vigías en la noche.2007. Cripta de amor.2017

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