Don Julián


Martina salió ya muy tarde a tirar la bolsa de basura. Soplaba un

aire frío, pero se sentía a gusto de quedarse un rato al fresco, no

había salido en todo el día de casa. Se sentó en el borde de la verja

y vio a lo lejos una figura que se acercaba lentamente. Observó con

más detenimiento y comprobó que se trataba de D. Julián, su vecino.

Desde que había quedado viudo iba todas las tardes a dar un paseo

y volvía entrada la noche.

– ¿Dando el paseíto de todos los días? Le dijo.

– Sí, pero no consigo acallar mi conciencia. -repuso D. Julián

mientras que en su mano derecha apretaba una pequeña caja de

píldoras.

Miró a Martina como ausente, luego, fijando su mirada más

atentamente en ella, le dijo con voz entrecortada.

– He matado a mi mujer y no puedo con mi conciencia.

– ¡Pero! ¿Qué dice? Se ha pasado usted un montón de años

cuidándola. ¡Gracias a sus atenciones ha podido sobrevivir a la

trombosis que tuvo! ¿Cómo dice eso, D. Julián?

– Sí, pero no le di esto que la hubiera salvado -contestó con tono

amargo mientras mostraba a Martina la cajita de píldoras que llevaba

en la mano.

– ¿Pero…?

– Sí, las medicinas que tomaba eran muy caras porque venían del

extranjero. Con los ajustes presupuestarios del Gobierno, dejaron de

llegar esas medicinas imprescindibles para mi esposa. Consulté con

el médico y me recetó otras, pero que tampoco las pude hallar. Tuve

que recorrer toda la ciudad, todas las farmacias, las casas

particulares de los médicos, y las de otras personas que tenían la

misma enfermedad que mi mujer. Fue todo en vano, la última caja

se terminaba y yo no encontraba por ningún sitio la dichosa

medicina. Mi esposa era consciente de todas mis inquietudes, de mi

impotencia y desesperación. Hubiera bajado al mismo infierno por

salvarla. Fue una gran mujer y una gran compañera y, aunque

nuestros hijos, marcharon pronto de casa, supo amarme como nadie,

me perdonó mis debilidades y me apoyo en todos mis proyectos,

aunque algunos fueron descabellados. Cuando tuve el revés, ese

revés que la vida siempre te aguarda, y perdí el trabajo, estuvo a mi

lado tendiéndome una mano amiga. ¿Cómo no hacer cuanto fuera

necesario por salvarla? Por último, fui a ver a mi amigo Samuel, el

judío, le expuse mi situación. Por la tarde me llamó y fui a recoger

estas pastillas. “Ven una vez al mes” me dijo secamente con su

característica y profunda mirada. Esa mirada testigo mudo de todo

el devenir humano.

Cuando llegué a casa, aunque cansado, me dispuse animoso a

darle la medicina. Ella me cogió del brazo y me dijo

– Julián, no me des las pastillas, llevo muchos años sufriendo y

haciéndote sufrir. Quiero descansar ya

Me derrumbé en el sillón y no reaccioné. Aquella misma noche

murió, yo no la había obligado a tomarse las pastillas. ¡No hice nada!

¡Nada!

Martina escuchaba impresionada e impotente. Don Julián seguía

llorando.

Sólo el aire cada vez más frío, movía las pocas hojas de las

acacias que todavía no habían caído.

– Don Julián, está usted muy solo. Dentro de unos días es

Navidad, venga a comer a casa con nosotros, hay pavo y el calor

familiar que a usted le falta.

Minutos después, encorvada su espalda, cansino su paso, Don

Julián se perdía tras la vetusta acacia que iniciaba el recodo del

sendero.

Martina quedó largo tiempo pensativa, don Julián la

conmocionó y no llegaba comprender su abatimiento, ya que como

vecina había podido comprobar que la vida de la pareja no había

sido en absoluto modélica, por lo menos como intentaba demonstrar

D. Julián en aquel momento. Se acordaba de la “despreocupación

económica” que tuvo para con su esposa Elia, con tantas

estrecheces, sus infidelidades, en fin, todo el pasado se desarrollaba

ahora en su memoria.

– ¿Ya has echado la basura? Has tardado un poco -le repuso su

marido.

– Sí, he charlado un poco con D. Julián y he observado su

abatimiento. Acaba de perder a su esposa.

– Sí, ya lo sé -repuso su marido.

– Lo que me choca es verlo tan triste cuando hace unos pocos

años lo indiferente que se mostraba con su mujer y ¿te acuerdas que

incluso la trataba con desprecio?

– Sí, suele pasar, ella dejo su trabajo para atenderlo, los hijos,

una vez ya mayores, han emigrado muy lejos, y no han tenido ni el

placer de disfrutar de los nietos y… no sé, es muy triste.

¿Qué es lo que mueve el entusiasmo de la gente? ¿Tú crees que

el ambiente incluso la herencia genética, la educación, el medio

geográfico pueden influir en nuestro carácter y determinar nuestras

actitudes?

Los ojos del marido se hicieron como platos, no entendía en

absoluto a su esposa ni el porqué de sus expresiones.

– Pero ¿qué dices? ¿Qué tiene que ver el medio geográfico con

el carácter de cada cual?

– Yo creo que sí. Un sueco o noruego que viven en el frío

continuo o casi, no tienen nada que ver con un brasileño y un

estadounidense o con un argentino y pertenecen al mismo continente

– Bueno, bueno, no desvaríes, yo creo que son más importantes

la cultura y la religión que cada cual recibe.

– Sí, pero ellas, la cultura y la religión se han desarrollado en un

ambiente físico, geográfico en fin… y…

Al levantar la cabeza vio a D. Julián que los observaba.

– He pensado aceptar su invitación, me siento tan solo…

Aquella noche cenaron los tres juntos y después lo siguieron

haciendo repetidas veces.

Salomé Moltó

Un comentario sobre “Don Julián

  1. Bueno, yo creo que lo del medio geográfico sí que tiene que ver con el carácter de las personas, y precisamente pongo el ejemplo que un andaluz es a un leonés, como un brasileño a un argentino; el calor en andalucía y en brasil tornan a la gente en un carácter más alegre, como de más «cachondeo» para que se entienda.

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