El cepo y el zulo
- ¿Qué ha dicho la vieja?
- Nada en concreto, mi teniente – dijo el soldado.
- ¡Vaya, vaya, la buena señora! ¿Conque no sabe dónde está su hijo?
La humilde pieza quedaba a media luz en aquella triste y sombría tarde. Dos soldados armados, un sargento y otro militar de más alta graduación habían irrumpido en la casa. Iban buscando a un “rojo”, hijo de Amelia, la dueña de la sencilla vivienda.
Cocina, que a su vez hacía de comedor, dos habitaciones a la derecha y un corral al fondo. Registraron todo, pero no hallaron a nadie. - ¿Está usted sola?
- Sí.
- ¿Y su hijo? ¿A dónde ha ido?
- Marchó al frente hace ya tres años. Cuando empezó esta barbarie.
- ¡Mucho cuidado con lo que dice! La guerra ha terminado y nos consta que su hijo ha vuelto. ¿Dónde está? Lo han visto llegar al pueblo.
- ¿Cuál? Tengo dos.
- El Tomás, ¡cuál va a ser! ¡El “rojo”, el comunista ése! – espetó el sargento que dirigía el interrogatorio.
Amelia frisaba los sesenta. Su figura sencilla, pausada y enjuta, llevaba impresa la dura existencia de una vida dedicada a las labores del campo. Vestía de negro. El pelo recogido en un moño al ras de la nuca le daba un aire de nobleza austera y apacible. Sus ojos, color miel, desprendían una dulzura inmensa y una tranquilidad inquietante, parecían comprender con más profundidad la dramática situación y el muy difícil momento que estaba viviendo y que, en realidad, sólo empezaba.
El sargento insistía una y otra vez. Amelia lo miraba con infinito dolor. - ¡Que la vamos a llevar presa si no nos ayuda!
- No sé nada, nada. Hace tiempo que estoy sola.
- Usted protegió a su hijo mayor, a don Félix, ¿no? ¿No estará haciendo lo mismo con el otro?
Amelia miraba atentamente, tanto al sargento como al capitán, que fumaba plácidamente un puro, fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir. - Soy madre y amo a mis hijos. Los amo por encima de cualquier circunstancia o situación.
- ¿Sí?, pues díganos dónde está su hijo o lo va a pasar mal. ¿Me entiende? – concluyó el sargento con gesto colérico y amenazante.
El teniente hizo un gesto desaprobatorio indicándole al sargento moderación. Sorprendido del gesto reprobatorio del teniente, el sargento se apresuró a decir: - Lo hemos puesto todo patas arriba y no hay nada. Sin embargo, estoy seguro de que ese hombre ha venido por aquí.
- A lo mejor ya se ha ido. La montaña está casi detrás de la casa y en un salto se alcanza el cerro – se aventuró a decir uno de los soldados.
El teniente miró al soldado, éste hizo un gesto restrictivo como arrepintiéndose de haber hablado. El teniente y el sargento se miraron interrogantes. Aplastó el cigarro sobre un plato para apagarlo y haciendo balance de la situación repuso: - No lo creo. Pásate por la sede de Falange y dile a don Félix que su madre no suelta prenda – le dijo el sargento al soldado.
- Si no fuera la madre de nuestro camarada, ya la hubiera hecho yo hablar a patadas.
- ¡No seas bruto, es una vieja! Y además salvó a su hijo de las hordas rojas. Lo tenía escondido no sé dónde y aunque lo buscaron, no pudieron hallarlo.
Amelia, que hasta el momento no se había movido de la silla, se levantó lentamente e intentó acercarse a la ventana. Toda la presión del interrogatorio había cedido. El sargento aflojaba su actitud amenazante, apoyándose contra la pared aledaña a las habitaciones. El soldado exhaló un discreto suspiro de alivio, aquello de ir a “machacar” a una pobre mujer le repugnaba. El teniente, con aire de suficiencia, salió al exterior. Hacía un ligero fresquito, empezaba a anochecer y la primavera brotaba majestuosa cumpliendo su eterno ciclo.
Poco a poco la noche se iba cerrando, aunque todavía se podía percibir la silueta del teniente que avizoraba el camino que enlazaba con el inicio de la primera calle del pueblo. La casa quedaba a unos cincuenta metros de la última del pueblo.
La figura de tres personas empezó a dibujarse por la calle al final del asfalto, a punto de emprender el pequeño tramo de camino que moría ante la casa de Amelia.
Cuando el teniente apercibió a las tres personas que se acercaban, se incorporó e hizo gesto de aproximarse aunque se mantuvo recto en su posición. Las tres personas llegaron hasta él y lo saludaron con respeto. El teniente saludó militarmente. El más alto llevaba un traje oscuro con corbata y el pelo engominado. Otra persona de parecido porte se erguía a su lado. Un paso atrás, el soldado que había ido a buscarlos saludó y se retiró a un segundo plano.
El engominado más alto y el teniente conversaron un rato. El recién llegado preguntaba una y otra vez, como queriendo averiguar todo lo ocurrido en el interrogatorio a la vieja. Amelia, aterrorizada, observaba desde la ventana. Su hijo Félix había venido y no para verla, sino para descubrir el escondite de su hermano.
Cuando Félix pasó el umbral, madre e hijo se miraron. Los ojos miel fijaron su mirada en aquella figura pulcra, insensible. Incapaz de admitir lo que tanto temía. Félix desvió la mirada y señalando el fregadero de la cocina le dijo al sargento: - Empujen hacia la derecha.
Un estruendo sacudió la estancia. Amelia, la figura descompuesta, saltó y gritó desesperada. - ¡Es tu hermano! ¡Sólo tú sabías el escondrijo! – llegó a balbucir.
El pesado fregadero cedió con una facilidad insospechada.
Los dos soldados sacaron del agujero a un hombre, enjuto, mal vestido. Tanto el sargento como el teniente sonreían satisfechos.
La madre se abalanzó encima de los soldados intentando arrebatarles al preso. De un empujón cayó al suelo. El rostro de Félix se descompuso. Mientras daba la mano al teniente y al sargento que lo felicitaban, no dejaba de mirar a su madre. Ésta se irguió poco a poco. Cuando Félix se acercó para ayudarla, Amelia lo rechazó bruscamente. - ¿Por qué tanta traición? ¡Bien te sirvió de amparo cuando lo necesitaste! -dijo la mujer con el rostro descompuesto-. Sabes que lo fusilarán. Aunque tampoco es culpable. Si tal cosa sucede, no vuelvas a mirarme a la cara, porque con su ejecución, yo os enterraré a los dos.
Salomé Moltó
Qué triste experiencia familiar; ya había leído este relato pero mereció su relectura. Justamente hoy comentaba con mi esposa el tema de dos hermanos muy bien avenidos, hasta que surgió una división de bienes (una pabada, por unos sucios pesos) y ahí se terminó una excelente armonía de más de 40 años. Cosas tristes de la vida.
Me gustaMe gusta
Así es César, además es un hecho real que me contaron
Muchas gracias por leerlo
Salomé
El 5/9/21 a las 16:05, Kosas y algo mas escribió: > WordPress.com >
Me gustaMe gusta