El portal de enfrente


Me asomé a la ventana y observé la acera, seguía mojada; había vuelto a llover.

              Una figura obscura se deslizaba por el quicio de la puerta de enfrente, era un muchacho con gorra y ligeras botas. Pero no llamó al timbre de la puerta de entrada y eso me extrañó, estuvo unos momentos observando hacía arriba y hacia abajo por ver si pasaba algún viandante y luego, levantó la cabeza y fijó la mirada en mi fachada para comprobar si era espiado desde las ventanas. Sin embargo, yo hice un gesto de retroceso, aunque no fue necesario, ya que quedaba en la total obscuridad y, desde abajo, no podía verme.

              Seguro de que nadie le había visto se marchó sigilosamente calle abajo hacia la plaza. Esto se repitió varios días, no seguidos, solo alternos. Llegué a calcular dos veces por semana durante un par de meses. Así tomé la costumbre de acercarme a la ventana todas las noches mientras me comía el postre. Aquello era un misterio que no llegaba a descifrar. ¿Por qué venía casi todas las noches?, ¿por qué miraba con tanto celo hacia todos lados y luego se marchaba silenciosamente?.

Fui atrapada por aquella rutina, porque a veces, sorprendía al muchacho deslizándose por la fachada de la casa, alta de dos pisos. Una de las veces lo vi salir de una de las ventanas y cogido a la tubería del desagüe, fue bajando hasta la acera, luego se fue. Pero un día todo se acabó, ya no volví a ver al muchacho trepador.

              Cuando un par de meses más tarde en la panadería me dijeron que Angelina, la hija más joven del cacique del pueblo, que vivía en la casa frente a la mía, se casaba con un amigo de su padre, porque estaba embarazada, no me extrañó en absoluto, pero me dolió, que a pesar de los tiempos que corrían de libertad, de democracia y no sé cuantas cosas más, la imposición del cacique, asustado por no saber quién le había preñado la hija, la obligaba a casarse para ocultar el “pecado”, como decían en corrillos por el pueblo.

              A pesar de los esfuerzos disimulados de la familia, por todas partes la comidilla no dejaba de correr de boca en boca. Se oían los disparates más absurdos, incluso que la pobre madre había enfermado del disgusto y que posiblemente se moriría.

Hoy, diez años después, he abierto una botella de champán, para brindar por una mujer, que ha dejado a su viejo marido y a sus padres y se ha ido, llevándose a su hijo, con un joven que ha vuelto de Bélgica ¿El muchacho trepador?, me imagino que sí.

              Mi amiga Rosa me explica el escándalo, en el pueblo no se habla de otra cosa y me mira sorprendida cuando le ofrezco una copa del burbujeante champán francés.

.-Pero, ¿qué celebramos?

.-Pues muy sencillo. Brindamos porque el amor, por fin, ha triunfado. Le ha ganado, la partida, bueno, se la hemos ganado, porque yo también me uno al evento, al machismo y al caciquismo, tan arraigado en estas tierras. Rosa no entiende nada, pero bebe con alegría.

Salomé Moltó

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