La mujer que me llevó a la cama
La mujer que me llevó a la cama tenía treinta años. Me acorraló, me tomó por asalto. Con desparpajo, me hizo guiso. Desabotonó mi camisa fucsia de mangas cortas, boca a boca deslizó su chicle dietético, bajó el cierre de mi pantalón de pana y tanteó. Su olor, su inconmensurabilidad, me pudieron. Hasta entonces me habían bastado el ajedrez, mi empleo en la empresa de mis tíos, el físico-culturismo, la religión, Héctor, o Luis, tostarme. Me logró calentar lo justo, lo imprescindible. Y la monté…, mamá.
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Turno
Fue al cabo de procurar sacarme el compromiso de adelante pronto, cuando solo logré un orgasmo chiquito, un orgasmo aprendiz, adusto y liviano. La decepción me inclina a dormitar. Y a soñar. Siento mucha necesidad de sentir que tengo. Llegará mi turno. No hay nada como disponer de todo un santo día no laborable para entregarse a los renovadamente castos, sempiternos y pasionales brazos de Morfeo.
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Musicales
“Y después pareció como si ella asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un exprime limones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le hubiese crecido una mano invisible.” ¿De quién sería inevitable que me acordara cuando leí esto? (Henry Miller, “Sexus”, Seis Barral, pág. 183): de Fortuna.
Más en su departamento de dos ambientes que en el mío de tres y a pocas cuadras de distancia el uno del otro, más sin planearlo que determinándolo por anticipado, más comenzando en desmayadas trasnoches que en horarios “convencionales”, extensas encamadas.
Ambos, músicos: Fortuna, teclados; yo, cuerdas.
Me sorprendo ahora alucinando tu vibradora jugosa. Te invoco, incorregible Fortuna, al borde del suicidio o de la inercia, con tus mismos aires de siempre de princesa desasosegada.
Me casé con una cantante. No me quiere. Me hostiga, me acompleja. Iniciose en fase adúltera con un barítono, ornamentándome con tentaculitos, con cuernecillos de caracol. Hasta que otros conocí: de cabra de los Alpes, de búfalo, de jirafa, cuernos de gamo, de ciervo, de gamuza, de reno, protuberancias puntiagudas o imponentes de yack, de órix, de verraco del Pamir, de cabra del Tíbet, de toro de lidia, de rinoceronte: a cambio de sus trapisondas con exponentes líricos y pentagramáticos. Mientras, decido cómo concluir con mi esposa, próximo al límite de dificultad. Con la música a otra parte me iré, apenas logre seducir, desentrenado como estoy, a una bailarina.
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Her-manos
Marcelo nació antes: quince minutos. Quince minutos más apurado que Dana. Ambos más bienvenidos por el padre que por la madre. Marcelo se apegó a la mamá linfática, a la permisiva y hasta indolente mamá. Dana se sentía muy respaldada por el papá. La suave Dana epilogaba sus juegos vespertinos oyendo casetes melódicos en inglés. Marcelo prefería la radio o la televisión. Era más lector que Dana. Dana se concentraba con mayor facilidad y sin esfuerzos salía del paso. Participaba en los actos patrióticos de la escuela recitando poemas de Baldomero Fernández Moreno o Conrado Nalé Roxlo que Marcelo le seleccionaba, o cantando, acompañándose con su guitarra, temas de Piero.
Mientras Marcelo orinaba en el baño del colegio fue descubierto en su precoz desarrollo genital por otros dos chicos, en ese momento, entre alborotados y estupefactos. Marcelo ya había advertido ese desfase a su favor sobre los exhibicionistas del grado. La noticia fue llegando a oídos hasta de algún maestro y de un respetable porcentaje del alumnado, incluida Dana, orgullosa.
Dana se atrevió a proponer a Marcelo en la primavera, en un picnic, alejados de la familia, con los pies en un arroyito y maliciosa dulzura, que se dejara mirar allí por ella, inmóviles durante un rato, para ver qué pasaba. Marcelo se negó y regresó a lugar seguro. Fue él quien días después, tras debatirse, retomó la escandalosa proposición: rogó a Dana, muy compuesto y gracioso, que por favor no volviera sobre aquella cuestión. No desplegó argumentos, no encontró ninguno digno de exponer, así razonó a la noche, tratando de calmarse. Rehusó, confuso, intentos de noviazgos procedentes de las permitidas compañeritas del colegio.
Aprovechando un atardecer en casa sin moros ni padres, Dana decidió obrar sobre el cuerpo de Marcelo recostado en un sofá: colocó de súbito, con naturalidad, su mano izquierda —era zurda— sobre la bragueta del pantalón a cuadritos de Marcelo, quien, con las cejas asustadas, disfrutaba ya del avance mudo, práctico. Marcelo recostado y Dana inclinada y por detrás de Marcelo. Ante los signos de tumescencia de la zona, Dana apretó. Reconocido y reconocedora observaron los dedos de Dana cuando abrió la cremallera y los introdujo en el slip de Marcelo. Y allí Marcelo expone lo que hay. Deslumbrada, Dana comparece ahora con su mano derecha y con las yemas de los dedos descorre el prepucio. Mano sobre mano, como guiando Marcelo, aguardan la oferta de la abundancia y la enajenación.
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Declaración
Amigo mío: Dejo constancia que preveo en nuestras próximas vidas, seducirte. Es con la esperanza de lograrlo que en nuestras próximas vidas estaré atenta a volver a conocerte y tratarte, acaso en nuestras respectivas adolescencias. Ansío que en nuestras próximas vidas sostengamos nuestros buenos humores. Habré de preferirte más crítico que en ésta, menos voluntarista y bien pensado. Opino que mi influencia será rotunda, por no decir arrasadora. Y el así inferirlo, me hace feliz. Amigo mío que habrás de quedar en nuestras actuales vidas, ya en curso y muy avanzadas, en amigo mío, te acaricio el alma con mi confeso platonismo. Muy pronto serás alcanzado por este mensaje, el que, deseo, te sorprenderá. ¿Habrás de responderlo? Yo, Agustina, te saludo.
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