Aquellos ojos verdes en el tren


Subí al tren con el suficiente tiempo y me acomodé de forma rutinaria,

sin pensar en nada, o quizá pensando mil cosas a la vez. Creí estar sola

en el vagón, pero cuando levanté la vista quedé sorprendida ante la

mirada inquisitiva de unos ojos profundamente verdes que me miraban

como preguntándome qué hacía yo allí. Me sentí sorprendida como si

me hubieran cogido comiendo el pastel a hurtadillas. Me apresuré a

saludar discretamente y la severidad de aquellos ojos se desvaneció

como su hubiera soplado una ligera brisa acariciándome, me sentí mejor.

Acababa de cumplir los preceptos de educación que la respetable viajera

de los ojos verdes esperaba de mí como norma de cívico comportamiento.

El tren arrancó con las dos mujeres como únicas viajeras. Me vi obligada

a observar a la dama que tan severamente había juzgado mi despiste.

Vestía sobriamente, quizás a la moda de veinticinco o treinta años atrás.

Su figura recta y enjuta, sus labios delgados cerrados con un rictus

desdeñoso, el pelo negro con avanzados mechones blancos, y sus ojos,

sí, sus inmensos ojos verdes profundos, expresivos, que pasaban

rápidamente de la censura a la conmiseración, incluso a la permisividad.

Podía seguir los dictados aprobatorios o los rechazos más contundentes

sólo con mirarle a los ojos. En poco tiempo aprendí la regla, sí, aprendí

a saber cómo poner las manos, cómo las piernas, cómo inclinarme hacia

un lado u otro siguiendo el dictado aprobatorio o censor de su mirada.

¿Pero quién era aquella señora salida de un cuadro de los años cincuenta?

¿Se le había parado el reloj? La forma de su peinado, su traje, los zapatos,

incluso el bolso eran de tiempos pasados. Así creí recordar, los llevaba

mi madre, cuando yo era pequeña. Habían pasado muchos años ya, las

formas, las relaciones humanas, la moda, habían cambiado. Unos ciertos

valores democráticos se habían impuesto, ya no era necesaria tanta rigidez.

En una de las estaciones subió un grupo de jóvenes. Los ojos verdes se

espantaron, recorrieron la exigua roba de la joven, sus enormes botas, su

pelo descuidado, los ojos verdes interrogaban, se inquietaban, incluso

una aguda sorpresa se implantó en ellos al observar el pendiente de uno

de los muchachos y una mueca de espanto al ver la cresta del tercero.

Yo me puse a temblar ante el desparpajo de los tres jóvenes, su charla,

sus risas, su despreocupación pensando qué harían aquellos hermosos

ojos verdes ante tamaño sacrilegio cívico.

Los ojos verdes seguían observando desencajados, aterrados, cómo si mil preguntas los golpearan. De repente se cerraron y ya no se abrieron más.

El tren seguía su rápido camino, en el vagón tres jóvenes reían, hablaban,

gesticulaban, una figura rígida, ausente, impávida intentaba aislarse. Yo

vigilaba a los unos y a la otra como cuando en un tribunal intentas

encontrar la respuesta más exacta.

Dos estaciones después subió una pareja de personas mayores, se

sentaron enfrente de mí y saludaron a la señora de los ojos verdes.

– ¡Hola Marita! Dijo la mujer. El marido correspondió con una sonrisa.

Era la primera cosa que sabía de ella. Se llamaba Marita. Correspondió

al saludo con una sonrisa de compromiso pero no dijo palabra.

En la próxima estación se apeó.

– ¡Pobre Marita! Es la primera vez que sale de casa desde que su marido

se fue a Alemania.

– Sí, creo que ha ido al médico, repuso el hombre

– Veinticinco años esperándolo. El reloj se le paró entonces y no conoce

el mundo de hoy.

– ¿Para qué? Así no sabe que su marido vive con otra con la que tiene

otros hijos.

Quise verla por última vez. Sólo apercibí su figura elegante y digna que

desaparecía por entre las casetas de la estación, mientras el tren seguía

rápido, los jóvenes continuaban hablando ajenos a todo, la pareja se

acomodaba para echar un sueñecito y yo, con la imagen en la mente de

aquellos preciosos ojos verdes, imaginando su infinito sufrimiento, sentí

un escalofrío sacudirme el alma.

Salomé Moltó

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